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Es domingo por la noche, recién mañana comienza el reto de privarme voluntariamente de una de mis actividades favoritas, o mejor dicho de los elementos mas importantes de una de mis actividades favoritas.

 

-El desafío no se me hace tan difícil-, pienso, mientras me como un sanduche de atún, -es como este sanduche pero siete días, y sin carne por supuesto, aunque el atún no se acerque en lo más remoto a la carne- ¿qué es lo peor que podría pasar?-Analizo en mi mente las implicaciones de la siguiente semana, probablemente podría pasar un poco de hambre, pero a lo mejor también puedo adelgazar un poco, así que hasta el momento la crónica se plantea como una situación gana y gana para todo el mundo.

 

El primer día transcurre tranquilo, me levanto a las 7am para alistarme para la clase de 9, después de la ducha me encuentro en mi cama con un plato que contiene un huevo frito y un pedazo de pan, acompañado de un siempre fiable milo para la energía. A mis ojos se ve cotidiano, podría ser un día cualquiera, así que como mi desayuno con la felicidad o tal ves la ignorancia del que no sabe lo que tiene hasta que lo pierde.

 

Para mí, el lunes es un día tranquilo en la universidad a pesar del hecho de que tengo un hueco de 10 a 5pm que me persigue desde primer semestre. A medida que pasan las horas no siento ninguna necesidad urgente de caer en la tentación de la carne (literal), es más, me siento hasta un poco contento al tener la oportunidad de abrirme a mundo gastronómico completamente nuevo, lleno de delicias alternativas antes no probadas, sabores sin degustar y, como lo iba a ir descubriendo mas entrada la semana, penas que sufrir.

 

Gracias al hueco académico ya mencionado, tengo la oportunidad de ir a mi casa a almorzar. “Si, mi casa…”, pienso, aquel lugar seguro que me hace sentir como un adicto recién ingresado a rehabilitación caníbal. Aquí es donde logro con gracia pasar mi primer día sin ninguna complicación, acompañando mi hora de almuerzo con un plato de lentejas y por la noche una deliciosa arepa con queso y café para tomar.

 

La mañana del martes me despierto tarde y engañado aún por la falsa facilidad que el desafío me presentó el día lunes. Este día, aunque prematuro para el tiempo de esta crónica, me dio una de las lecciones mas valiosas y probablemente la mejor herramienta para llevar a cabo mi misión: Planeación.

 

¿Por qué planeación? Como el día comenzó tarde, alrededor de las 10 am, decidí tomar un pequeño desayuno compuesto de café y galletas; -el primero de una serie de errores que me llevarían a tener una recaída tal cual la de un drogadicto: con juicios morales y de ética incluidos, y la clásica lamentación por haberme metido en este problema-. Tengo clase a las dos, es decir que salgo a las tres y media y almuerzo por ahí. Al salir, mientras me devolvía a mi casa fui planeando en mi mente qué comería. El café y las galletas ya hace mucho rato habían pasado por mi estomago y sumado a la gran cantidad de agua que bebí en clase el hambre que sentía estaba rayando con lo cruel. Mi mente estaba nublada, no podía pensar en nada mas que en aquella amiga que visitaba por lo menos cada dos semanas y que ahora, para el éxito de mi misión, se presentaba como mi mayor enemiga: la corralísima.

 

Dado que no había planeado mi almuerzo y estaba cegado por el hambre, mi mente solo seguía los conductos regulares-habituales en caso de apetito extremo: KFC, Corral, Presto, Archies, El carnal, etc.,. Así mismo, justo en ese instante, empezaron a aparecer los juicios morales y éticos dentro de mi.  Frente a Unicentro, sentado en la camioneta bajo la lluvia, a las 5 de la tarde se libraba en mi una batalla entre el bien y el mal. Por un lado, un pequeño angelito me decía: -lleva a cabo lo que te comprometiste a hacer, no vale la pena que la crónica sea una mentira-, y por otro, una voz mucho mas primitiva simplemente me lanzaba palabras tentadoras al azar –tocinetaaaa, ¾ de libraaaa, salamiiiii-. Solo acordarme de ese momento me produce escalofríos. Después de una hora de “meditar” opte por ser el buen hombre de la situación y subí a mi casa a comerme una arepa con huevo de almuerzo, la cual despertó en mi un sentimiento nunca antes sentido hacia la comida, el odio.

 

En fin, volviendo a la lección de éste segundo día, todo lo sucedido me llevo a descubrir la regla canónica de mi ejercicio si es que quería triunfar: planear la comida de todo el día y las cantidades. Podía comer mucha comida relativamente vacia (en cuanto a su contenido nutricional) durante todo el día para envolatar el hambre, ó podía aguantar demasiada hambre hasta llegar a ese punto en donde se quita, todo con el fin de alejar aquella voz primitiva que algunos días después se iba a asemejar con una esquizofrenia leve.

 

Me despierto en mi cama, lo sucedido el día anterior ha cambiado mi forma de pensar acerca de mi reto, el cual de ahora en adelante llamaremos el calvario. Me doy cuenta que esto no se trata de una carrera de marcha como pensé en un principio, sino de una carrera de escalada en donde cada vez la pendiente de esta montaña crecía mas, no lineal sino exponencialmente.

 

A medida que pasan los días el sentimiento de desesperación va creciendo en mi. Cosas que antes eran totalmente cotidianas y seguras se han vuelto en mi contra y se han constituido como la mayor amenaza a mi objetivo.

 

Las comidas empiezan a saber insípidas sin su ingrediente principal que es la carne. Platos que antes se antojaban como un manjar ahora han perdido gracia alguna y se han vuelto simples al gusto, al olfato y a la vista; por ejemplo, un plato de frijoles que fuese sinónimo de una comida grande y llena de porciones de deliciosa carne, ahora avergonzaría hasta a un preso político cubano.

 

Los sitios vegetarianos de la universidad no brindan ningún alivio a mi pena, puesto que para una persona que siempre ha comido carne en la universidad, con sus relativos bajos precios y grandes cantidades de la misma, se me hace inconcebible almorzar con solo verduras, que además no son de mi gusto. De esta forma, mi almuerzo más frecuente de la semana se ha convertido en poco más que una botella de agua y una arepa con queso. Solución que aunque sirve en su momento me va dejando un vacío en el estómago, el alma y el corazón.

 

A medida que la semana “hábil” se acerca a su fin empiezo a sentir el rigor físico y psicológico de mi batalla. Ya no puedo ir a la cocina o acercarme a ningún lugar de almuerzo de la universidad. Siento que me miran, especialmente los embutidos, hamburguesas, pizzas y demás que ponen cara de cachorro abandonado mientras me alejo más y más.

 

El Viernes me siento en una mesa a analizar aquello que viene a continuación y que perfila casi seguramente como la parte más difícil de mi semana,  el fin de semana… Este se ve agravado aún más porque he sido invitado a una cena esa noche, y juzgando por los amantes de la carne que asistirán a la misma mi panorama se muestra nublado.

 

Al llegar todo está tranquilo, y a medida que me acerco a la mesa me doy cuenta que no hay nada servido sobre ella. Pienso en que dado que no han hecho el pedido yo podría explicarles mi situación y persuadirlos a ordenar, solo por esta vez, un menú más amigable a mi causa. Cuando tomo asiento me doy cuenta que todo fue un engaño y una ilusión fugaz de mi parte. A medida que empiezo a acercar la silla a la mesa, como si se hubieran puesto de acuerdo con mi llegada, ponen en la mesa cuatro platos de asado compuestos por todos los ingredientes que aseguran arruinar mi noche.

 

Conforme transcurre la velada soy víctima del matoneo y la presión de grupo tal y como nunca la sentí en mis años de colegio. Todos me incitan a comer de las delicias que yacen sobre la mesa haciendo apelaciones por mi gusto a la carne y a algunos juicios de poca moral. Mientras tanto miro con cara de tristeza aquel patacón con queso sobre mi plato que me hace sentir como un burro en una carrera de caballos.

Me doy cuenta que los sentimientos que tuve algún día hacia la comida han cambiado radicalmente en una dirección contraria, lo que antes producía en mí gusto, ahora tiene un efecto directo sobre mi estado de humor y no es uno bueno.

 

Después de rehusarme a comer en toda la noche y tras haber hecho el mejor esfuerzo por confundir el hambre a punta de gaseosa y pan, la comida finalmente termina, paralelamente acabando con mi problema que, seguramente de haber durado más tiempo, no habría podido contenerme más.

 

El fin de semana me golpea como una cachetada a la cara, como si el universo hubiera conspirado en mi contra con poner en hechos la idea de no comer carne durante una semana. Por ejemplo, la entrada al fin de semana, que para muchos es el Jueves, recibo una invitación a un lugar que me encanta. Al llegar, el aroma del lugar me llena de felicidad, felicidad que solo contrasta con las ganas de lloran que siento cuando me veo obligado a ordenar un plato compuesto de arroz y queso mientras observo como sirven un pollo napolitano a tan solo centímetros de mi tenedor. Lo que quería ser una noche divertida solo avivó mi sentimiento ya de odio en ese momento hacia el queso y la comida que supuestamente sirven para remplazar la carne, que no lo hace, claramente.

 

El sábado transcurre tranquilo, ya que el asado en el que me encuentro no me tienta mucho, pues la única carne disponible era aquella dentro de la media lechona que quedaba y que pudo haber llamado al piso su segundo hogar dado la cantidad de tiempo que pasó posada sobre el mismo. Afortunadamente me encuentro muy cansado y me abstengo de salir, eso me permite matar dos pájaros de un solo tiro, puesto que sé que de haber salido me habría encontrado con el peor enemigo de los neo-vegetarianos como yo, el toxiperro de 2000 pesos saliendo de cualquier sitio de rumba de nuestra capital.

 

Mi último día como vegetariano me da la oportunidad de reflexionar acerca de esta experiencia, preguntas como ¿Por qué yo?, ¿Por qué la carne?, empiezan a surgir en mi interior. Después de mucho pensar puedo llegar a la conclusión de que mi semana sin carne ha sido sin duda una de las semanas más desafiantes para mí. “¡Por nada del mundo volvería a intentarlo!”, pienso mientras me como un delicioso pedazo de carne asada como premio a mi gran esfuerzo y retorno al vicio de la carne.

El vicio de la carne

Por: Sergio Bermúdez

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