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Después de esperar unos minutos en la sala, llegó Alberto, un cirujano de cabeza y cuello que trabaja en la clínica del country. Tenía el traje desarreglado pues acababa de llegar del hospital a su casa. Después de una breve conversación acerca de nuestras vidas y familias me dijo lleno de confianza: “¿Está preparado para escuchar la historia más absurda del mundo?”. Luego comenzó.
 
Era el año 2003 y la mitad de sus compañeros del colegio se habían casado en los dos años anteriores, varios de ellos ya tenían hijos, hasta Santiago, su mejor amigo, estaba a la espera de su tercera hija. Estaba caminando hacia su consultorio, cuando llegó, lo esperaba una señora de tercera edad llamada Adiela de Correa, tenía cita con Alberto por un leve tumor en el cuello. Acompañándola estaba su hija, Luisa, una muchacha de 23 años recién graduada de medicina en la Javeriana y comenzando su residencia en patología. Alberto quedó estupefacto apenas la vio, su lengua se enredaba entre sus dientes, las finas y blancas manos le sudaban. Para él pudieron pasar 3 horas antes de que dijera “adelante, pónganse cómodas”.
 
Cuando entraron, Adiela se quejaba de sus malestares y le reclamaba a dios por sus desgracias. Sin embargo, Alberto solo podía mirar a Luisa que empezaba a incomodarse por su extraño comportamiento. Si no fuera porque Alberto fue recomendado por el hermano de la señora Adiela, clamando que es un excelente cirujano por el resultado de la operación sobre una amiga, es probable que las dos se hubieran ido apenas notaron el curioso comportamiento del doctor. Eventualmente, Alberto paró de mirar a Luisa y se concentró en su trabajo. Tuvo una consulta normal e indicó una serie de exámenes que la paciente debía hacer antes de poder llegar a cualquier conclusión. Luisa le pidió a Alberto que le mandara una copia de las muestras respectivas con el fin de poderlas analizar ella misma.
 
Esa noche el cirujano no pudo dormir pensando en esa extraordinaria mujer que conoció en su consultorio. Al día siguiente buscó en sus registros médicos el número de la amiga del hermano de Adiela. La llamó, era una señora de aproximadamente 57 años, su nombre era Teresa.  Apenas Alberto le dijo con quién hablaba la señora se emocionó, le tenía una alta estima por el profesionalismo que tuvo antes, durante y después de la operación. Alberto, intentando ocultar la verdadera razón de su llamada, le preguntó a Teresa sobre su actual condición médica. Después de conversar sobre temas que a ninguno de los dos le interesaba, se rebeló la verdadera razón de la llamada, le preguntó a Teresa la situación sentimental de Luisa. Ella le contestó “es complicada, terminó hace poco con su novio de 5 años, pero se podría decir que está solera”.
 
Alberto solo entendió “está soltera”, pero no pensó en el resto de la respuesta ni lo que implica una ruptura de una relación tan larga. El día de los exámenes de Adiela, Alberto fue personalmente al hospital San Ignacio, donde Luisa estaba haciendo la residencia, para entregarle una copia de las muestras. Cuando la vio por poco se queda atónito como la vez anterior, pero logró mantener la compostura y hablarle con tranquilidad. Luisa estaba examinando las láminas de los exámenes en su microscopio, había una que no parecía por ninguna parte ser una célula de este mundo, le cambiaba la magnitud al microscopio, lo enfocaba de distintas maneras sin tener idea de qué estaba viendo. Eventualmente lo entendió, cuando puso el microscopio en la magnitud más pequeña y lo enfocó pudo ver que la lámina decía “¿Quieres salir a comer?”.
 
Alberto le había dicho a un bacteriólogo de la clínica del country con fama de gran pintor que le hiciera esa lámina a cambio de un tequila que había traído de Méjico hace algunos años y nunca encontró una ocasión digna de él.
 
En el restaurante todo iba fantásticamente, se reían, intercambiaban miradas, compartían historias.  Estaba fascinado con Luisa, la miraba y lo único que podía pensar era en su hermoso pelo rubio y sus ojos verdes. A medida que avanzaba la comida Alberto se dio cuenta de lo inteligente, culta y viajada que era. Le contaba sobre sus viajes por el sudeste asiático, ciudades con barcos en vez de techos, maravillosas ruinas flotantes y culturas inimaginables.
 
Luisa estaba contando una historia sobre el ping pon show en Thailandia cuando la saludó un hombre. Después saludó a Alberto con desdén. No tardó mucho en que el hombre se sentara al lado de Luisa, que en todo ese tiempo, no había mirado a Alberto ni una sola vez. Hablaron sin incluirlo por varios minutos y al despedirse le dijo un secreto a Luisa y ella se sonrojó. Después de esa interrupción la comida cambió, Luisa parecía desinteresada frente a las historias de Alberto y no paraba de mirar a la mesa del hombre. Utilizando todos sus recursos de galán, Alberto intentaba hacerla reír, pero fracasaba. Cuando dejó a Luisa en la casa, le contó que ese hombre era su ex novio y seguía enamorada de él.
 
Yo estaba asombrado por la increíble cantidad de detalles con la que Alberto contaba la historia, con su tono apasionado, como si no la hubiese contado antes. Estaba apunto de continuar la historia cuando sonó el timbre de su casa. Pocos segundos después entró su esposa cogida de la mano con un niño de dos años que caminaba torpemente. Alberto y yo nos paramos, la señora se nos aproximó con una gran sonrisa, me saludó con amabilidad y a su esposo le dio un eufórico beso. Se sentó con nosotros un rato, luego se paró y fue a la cocina. Alberto continuó con la historia.
 
Después de dejar a Luisa, Alberto tenía una mezcla de sentimientos que jamás había experimentado, tenía rabia, celos y tristeza, una combinación que podría enloquecer a cualquier mente débil. Pero Alberto no sucumbió a la desesperación, decidió que no perdería la oportunidad de estar con la mujer más increíble que había conocido en su vida. Lo primero que hizo fue mandarle flores a la casa, pero no reaccionó de ninguna manera. La próxima vez que la vio fue en su consultorio cuando estaba acompañando a Adiela a una consulta antes de su cirugía. Por prudencia, Alberto intentó no decirle nada enfrente de su madre, pero cuando estaba saliendo le reclamó por ignorar el gesto de las flores. Ella se rió con hipocresía e inventó una ridícula excusa.
 
Ese día más tarde, hablando con Teresa, se enteró del secreto que le dijo el ex novio a Lucia: “voy a hacer todo lo que pueda para recuperarte”. Pocos días después volvieron. El día de la cirugía Alberto estaba empezando a perder la determinación del día que comió con Luisa y su ilusión de estar con ella se iba desvaneciendo. Sin embargo, apenas salió de la sala de cirugía para decirle a Luisa que la operación había salido perfectamente, ésta sonrío, corrió para abrazarlo y lo besó en la boca varios segundos. Al terminar, Luisa ya no parecía estar tan feliz, su rostro había cambiado, le dijo a Alberto que debía ir al baño y salió de la sala de espera con rapidez.
 
Adiela duró cuatro días hospitalizada, Alberto fue a visitarla todos los días y se quedaba con ella por lo menos media hora. Tres de estos días se encontró  a Luisa que se ponía incomoda cada vez que él entraba al cuarto y salía a fumar un cigarrillo poco después. El último día de hospitalización Alberto bajó con ella (en contra de su voluntad) a fumar. Le pidió explicaciones acerca del beso pero ella se negó a responderle, cuando se despidieron Luisa le dijo “hoy es el último día que nos vamos a ver, no me intentes buscar, pues tengo novio y él es el amor de mi vida”.
 
Alberto tomó la noticia más duro de lo que esperaba, desde el día que la había conocido no podía parar de pensar en ella. Esa noche, cuando llegó a su casa pintó las paredes de rojo con sus nudillos. No pudo dormir de los celos y la rabia. Se encontró desmotivado y distraído el resto de la semana, no hablaba, no comía, ignoraba a sus amigos, pero lo peor era su insaciable pensamiento en Luisa. Eventualmente orquestó en su loca cabeza un plan. Vendió su carro, liquidó unas acciones y se fue a viajar por el sudeste asiático.
 
Fue a cada uno de los lugares a los que Luisa fue y en cada uno le compró un recuerdo. Compró una réplica de las ruinas de Angkor Wat, una flauta china, un recuerdo del ping pon show, joyas japonesas y mucho más. Cada objeto tenía un significado especial. Se demoró dos meses, cuando volvió, cuadro con Teresa una trampa para verla sin que ella supiera. Se encontraron en el parque el virrey, Alberto estaba vestido de smoking. Luisa pensaba que se iba a encontrar con Teresa para tomar unas onces. Apenas lo vio vestido así supo que no era una coincidencia. Alberto le dio un regalo a la vez, contándole su significado y la historia detrás de cada uno. Luisa estaba anonadada como Alberto el día que la conoció. Estaba sonriente y asombrada, no sabía qué decir. Eventualmente Alberto terminó de entregarle los regalos y se quedaron conversando toda la tarde. Al despedirse Luisa le dijo que hacía un mes había terminado con su novio.
 
Me contó el resto de la historia, Luisa quedó fascinada con él y pocos días después eran novios De ahí en adelante fue una relación como cualquier otra. Relación que hoy perdura, pues Luisa y Alberto llevan 6 años casados y tienen dos hijos. Cuando terminó, me invitó a comer. En la mesa estábamos sentados Alberto, Luisa y yo. Mateo y Juan Sebastian (sus dos hijos) ya se habían dormido. Mientras comíamos Alberto y Luisa me narraban historias del pasado, se reían a carcajadas, se cogían de las manos, como si nunca estuviesen saciados del otro.
 
 Después de esperar unos minutos en la sala, llegó Alberto, un cirujano de cabeza y cuello que trabaja en la clínica del country. Tenía el traje desarreglado pues acababa de llegar del hospital a su casa. Después de una breve conversación acerca de nuestras vidas y familias me dijo lleno de confianza: “¿Está preparado para escuchar la historia más absurda del mundo?”. Luego comenzó.
 
Era el año 2003 y la mitad de sus compañeros del colegio se habían casado en los dos años anteriores, varios de ellos ya tenían hijos, hasta Santiago, su mejor amigo, estaba a la espera de su tercera hija. Estaba caminando hacia su consultorio, cuando llegó, lo esperaba una señora de tercera edad llamada Adiela de Correa, tenía cita con Alberto por un leve tumor en el cuello. Acompañándola estaba su hija, Luisa, una muchacha de 23 años recién graduada de medicina en la Javeriana y comenzando su residencia en patología. Alberto quedó estupefacto apenas la vio, su lengua se enredaba entre sus dientes, las finas y blancas manos le sudaban. Para él pudieron pasar 3 horas antes de que dijera “adelante, pónganse cómodas”.
 
Cuando entraron, Adiela se quejaba de sus malestares y le reclamaba a dios por sus desgracias. Sin embargo, Alberto solo podía mirar a Luisa que empezaba a incomodarse por su extraño comportamiento. Si no fuera porque Alberto fue recomendado por el hermano de la señora Adiela, clamando que es un excelente cirujano por el resultado de la operación sobre una amiga, es probable que las dos se hubieran ido apenas notaron el curioso comportamiento del doctor. Eventualmente, Alberto paró de mirar a Luisa y se concentró en su trabajo. Tuvo una consulta normal e indicó una serie de exámenes que la paciente debía hacer antes de poder llegar a cualquier conclusión. Luisa le pidió a Alberto que le mandara una copia de las muestras respectivas con el fin de poderlas analizar ella misma.
 
Esa noche el cirujano no pudo dormir pensando en esa extraordinaria mujer que conoció en su consultorio. Al día siguiente buscó en sus registros médicos el número de la amiga del hermano de Adiela. La llamó, era una señora de aproximadamente 57 años, su nombre era Teresa.  Apenas Alberto le dijo con quién hablaba la señora se emocionó, le tenía una alta estima por el profesionalismo que tuvo antes, durante y después de la operación. Alberto, intentando ocultar la verdadera razón de su llamada, le preguntó a Teresa sobre su actual condición médica. Después de conversar sobre temas que a ninguno de los dos le interesaba, se rebeló la verdadera razón de la llamada, le preguntó a Teresa la situación sentimental de Luisa. Ella le contestó “es complicada, terminó hace poco con su novio de 5 años, pero se podría decir que está solera”.
 
Alberto solo entendió “está soltera”, pero no pensó en el resto de la respuesta ni lo que implica una ruptura de una relación tan larga. El día de los exámenes de Adiela, Alberto fue personalmente al hospital San Ignacio, donde Luisa estaba haciendo la residencia, para entregarle una copia de las muestras. Cuando la vio por poco se queda atónito como la vez anterior, pero logró mantener la compostura y hablarle con tranquilidad. Luisa estaba examinando las láminas de los exámenes en su microscopio, había una que no parecía por ninguna parte ser una célula de este mundo, le cambiaba la magnitud al microscopio, lo enfocaba de distintas maneras sin tener idea de qué estaba viendo. Eventualmente lo entendió, cuando puso el microscopio en la magnitud más pequeña y lo enfocó pudo ver que la lámina decía “¿Quieres salir a comer?”.
 
Alberto le había dicho a un bacteriólogo de la clínica del country con fama de gran pintor que le hiciera esa lámina a cambio de un tequila que había traído de Méjico hace algunos años y nunca encontró una ocasión digna de él.
 
En el restaurante todo iba fantásticamente, se reían, intercambiaban miradas, compartían historias.  Estaba fascinado con Luisa, la miraba y lo único que podía pensar era en su hermoso pelo rubio y sus ojos verdes. A medida que avanzaba la comida Alberto se dio cuenta de lo inteligente, culta y viajada que era. Le contaba sobre sus viajes por el sudeste asiático, ciudades con barcos en vez de techos, maravillosas ruinas flotantes y culturas inimaginables.
 
Luisa estaba contando una historia sobre el ping pon show en Thailandia cuando la saludó un hombre. Después saludó a Alberto con desdén. No tardó mucho en que el hombre se sentara al lado de Luisa, que en todo ese tiempo, no había mirado a Alberto ni una sola vez. Hablaron sin incluirlo por varios minutos y al despedirse le dijo un secreto a Luisa y ella se sonrojó. Después de esa interrupción la comida cambió, Luisa parecía desinteresada frente a las historias de Alberto y no paraba de mirar a la mesa del hombre. Utilizando todos sus recursos de galán, Alberto intentaba hacerla reír, pero fracasaba. Cuando dejó a Luisa en la casa, le contó que ese hombre era su ex novio y seguía enamorada de él.
 
Yo estaba asombrado por la increíble cantidad de detalles con la que Alberto contaba la historia, con su tono apasionado, como si no la hubiese contado antes. Estaba apunto de continuar la historia cuando sonó el timbre de su casa. Pocos segundos después entró su esposa cogida de la mano con un niño de dos años que caminaba torpemente. Alberto y yo nos paramos, la señora se nos aproximó con una gran sonrisa, me saludó con amabilidad y a su esposo le dio un eufórico beso. Se sentó con nosotros un rato, luego se paró y fue a la cocina. Alberto continuó con la historia.
 
Después de dejar a Luisa, Alberto tenía una mezcla de sentimientos que jamás había experimentado, tenía rabia, celos y tristeza, una combinación que podría enloquecer a cualquier mente débil. Pero Alberto no sucumbió a la desesperación, decidió que no perdería la oportunidad de estar con la mujer más increíble que había conocido en su vida. Lo primero que hizo fue mandarle flores a la casa, pero no reaccionó de ninguna manera. La próxima vez que la vio fue en su consultorio cuando estaba acompañando a Adiela a una consulta antes de su cirugía. Por prudencia, Alberto intentó no decirle nada enfrente de su madre, pero cuando estaba saliendo le reclamó por ignorar el gesto de las flores. Ella se rió con hipocresía e inventó una ridícula excusa.
 
Ese día más tarde, hablando con Teresa, se enteró del secreto que le dijo el ex novio a Lucia: “voy a hacer todo lo que pueda para recuperarte”. Pocos días después volvieron. El día de la cirugía Alberto estaba empezando a perder la determinación del día que comió con Luisa y su ilusión de estar con ella se iba desvaneciendo. Sin embargo, apenas salió de la sala de cirugía para decirle a Luisa que la operación había salido perfectamente, ésta sonrío, corrió para abrazarlo y lo besó en la boca varios segundos. Al terminar, Luisa ya no parecía estar tan feliz, su rostro había cambiado, le dijo a Alberto que debía ir al baño y salió de la sala de espera con rapidez.
 
Adiela duró cuatro días hospitalizada, Alberto fue a visitarla todos los días y se quedaba con ella por lo menos media hora. Tres de estos días se encontró  a Luisa que se ponía incomoda cada vez que él entraba al cuarto y salía a fumar un cigarrillo poco después. El último día de hospitalización Alberto bajó con ella (en contra de su voluntad) a fumar. Le pidió explicaciones acerca del beso pero ella se negó a responderle, cuando se despidieron Luisa le dijo “hoy es el último día que nos vamos a ver, no me intentes buscar, pues tengo novio y él es el amor de mi vida”.
 
Alberto tomó la noticia más duro de lo que esperaba, desde el día que la había conocido no podía parar de pensar en ella. Esa noche, cuando llegó a su casa pintó las paredes de rojo con sus nudillos. No pudo dormir de los celos y la rabia. Se encontró desmotivado y distraído el resto de la semana, no hablaba, no comía, ignoraba a sus amigos, pero lo peor era su insaciable pensamiento en Luisa. Eventualmente orquestó en su loca cabeza un plan. Vendió su carro, liquidó unas acciones y se fue a viajar por el sudeste asiático.
 
Fue a cada uno de los lugares a los que Luisa fue y en cada uno le compró un recuerdo. Compró una réplica de las ruinas de Angkor Wat, una flauta china, un recuerdo del ping pon show, joyas japonesas y mucho más. Cada objeto tenía un significado especial. Se demoró dos meses, cuando volvió, cuadro con Teresa una trampa para verla sin que ella supiera. Se encontraron en el parque el virrey, Alberto estaba vestido de smoking. Luisa pensaba que se iba a encontrar con Teresa para tomar unas onces. Apenas lo vio vestido así supo que no era una coincidencia. Alberto le dio un regalo a la vez, contándole su significado y la historia detrás de cada uno. Luisa estaba anonadada como Alberto el día que la conoció. Estaba sonriente y asombrada, no sabía qué decir. Eventualmente Alberto terminó de entregarle los regalos y se quedaron conversando toda la tarde. Al despedirse Luisa le dijo que hacía un mes había terminado con su novio.
 
Me contó el resto de la historia, Luisa quedó fascinada con él y pocos días después eran novios De ahí en adelante fue una relación como cualquier otra. Relación que hoy perdura, pues Luisa y Alberto llevan 6 años casados y tienen dos hijos. Cuando terminó, me invitó a comer. En la mesa estábamos sentados Alberto, Luisa y yo. Mateo y Juan Sebastian (sus dos hijos) ya se habían dormido. Mientras comíamos Alberto y Luisa me narraban historias del pasado, se reían a carcajadas, se cogían de las manos, como si nunca estuviesen saciados del otro.

 
 

El que no arriesga un huevo, no saca un pollo

Por Juan Camilo Prieto.

Ni

                                            de

           Fundas

 

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